Cuando Gomorra (2006) apareció en las librerías de Italia, el país entero tembló. Roberto Saviano, entonces un joven escritor napolitano de apenas treinta años, había escrito una obra que se movía entre la literatura, el periodismo y la denuncia. Gomorra no es una novela en el sentido clásico: es un testimonio descarnado, una crónica personal y colectiva que abre las entrañas de un sistema criminal, la Camorra napolitana, y las muestra sin filtros al mundo.

Roberto Saviano contaría después que escribir este libro había destruido su vida. Hoy vive escondido, permanentemente amenazado de muerte. Por desgracia, eso no es de extrañar, dada la abundante información que este libro contiene: nombres y apellidos, localizaciones exactas, detalles de numerosos actos criminales de todo tipo, testimonios de víctimas y de arrepentidos, explicaciones de cómo estas organizaciones se infiltran en la política y extienden sus tentáculos por toda Italia (y fuera de ella)… Demasiado para esperar que no acabaran poniendo precio a su cabeza.

Sobre todo, más que una crónica, Gomorra es una amarga denuncia. Saviano no escribe desde la distancia del periodista neutral, sino desde el terreno: “Yo los vi, los toqué, respiré su mismo aire. Me bastaba mirar para entender”, escribe en uno de los pasajes más recordados. El narrador se convierte así en testigo y en víctima de lo que cuenta.

La estructura del libro es fragmentaria, casi cinematográfica: cada capítulo funciona como una ventana independiente a un aspecto diferente del imperio camorrista: los puertos de Nápoles donde la mercancía ilegal y la legal se confunden, las fábricas textiles donde mujeres y niños cosen ropa de lujo para las grandes marcas europeas, los vertederos tóxicos donde la basura industrial del norte de Italia se entierra clandestinamente…

Todo lo que se cuenta, por ser absolutamente real, pone los pelos de punta al lector. Pero el efecto se multiplica aún más gracias al estilo del autor, que nos presenta los hechos con la precisión del reportero y la pasión del poeta. Sus frases son cortas, densas, cargadas de imágenes impactantes:

“Las balas suenan como si alguien estuviera arrancando las costuras del aire.”

Hay en el libro una belleza violenta, una poesía del horror que huye de la imagen idealizada del mafioso a través del cine y la literatura. Los protagonistas no son «criminales con estilo», sino piezas de un sistema económico globalizado que se infiltra en todos los niveles: desde la bolsa de Milán hasta los supermercados de barrio. Gente sin escrúpulos, ignorante y peligrosa.

Gomorra cambió la forma en que Italia —y el mundo— miraban al crimen organizado. Más allá de la denuncia, es el retrato moral de una sociedad entera. Saviano expone cómo la corrupción y el miedo moldean incluso la cultura popular: los jóvenes admiran a los capos, la televisión glorifica la violencia, el dinero fácil seduce más que cualquier ideal.

Saviano, amenazado de muerte por varios clanes de la Camorra, vive desde 2006 bajo protección policial permanente, escoltado las 24 horas del día, cambiando constantemente de residencia. Su pecado: obligarnos a mirar lo que preferimos ignorar, con un testimonio escrito que es un acto de resistencia y al mismo tiempo una advertencia:

“La verdad no libera. Pero al menos impide que sigamos siendo cómplices.”

Más que un libro, Gomorra es un grito de rabia y desesperación. Y su eco, casi veinte años después, todavía resuena.