En muchas ocasiones se ha descrito a La ciudad de los prodigios (1986) de Eduardo Mendoza, como «la novela de Barcelona».
Y en cierto modo así es: todo cuanto se narra en esta obra gira en torno a la evolución de la ciudad condal desde 1888 hasta 1929, entre las dos exposiciones universales que se celebraron allí. La época en la que Barcelona dejó de ser una capital de provincias para transformarse en la gran ciudad que es hoy.
De modo que, para un barcelonés de pro y para cualquier amante de la historia, esta novela es de gran interés, máxime cuando está escrita por la mano maestra de Mendoza y su estilo único, florido y mordaz.
Sin embargo, en rigor el verdadero protagonista de esta historia es Onofre Bouvila, el personaje central de La ciudad de los prodigios. Un joven pueblerino que llega a la ciudad con los bolsillos vacíos y acaba convertido en el hombre más rico e influyente de Barcelona. Un tipo inteligente y dotado de capacidad de liderazgo, pero también cruel, amoral y despiadado.
«Tenía una confianza sin límites en su capacidad de sobreponerse a cualquier contrariedad y de sacar provecho de cualquier obstáculo.»
Sobre todo, Bouvila es un visionario. Llega a una Barcelona convulsa donde conoce el movimiento anarquista, pero lejos de caer en sus redes se aprovecha de esos idealistas absurdos y violentos para montar sus propios negocios. Más adelante prospera en los ambientes mafiosos donde se convierte en el líder más temido, borrando sin contemplaciones a sus rivales. Se enamora, o mejor dicho, se encapricha de mujeres de las que se acaba cansando, se inventa un imperio cinematográfico alrededor de un personaje llamado Honesta Labroux (la desventurada Delfina), especula en el mercado inmobiliario del naciente Eixample de Barcelona… Cada paso que da le hace un poco más rico.
Por el camino, deja un ominoso rastro de muertos y vidas destruidas. Onofre Bouvila no vacila a la hora de utilizar a las personas para obtener beneficio de cualquier tipo. Todas ellas son simples juguetes en sus manos. Su ambición no tiene límites.
En las primeras páginas, el lector toma cierto cariño a Bouvila: se encuentra solo en un mundo hostil, así que sus acciones se pueden justificar por la necesidad de sobrevivir. Pero después el personaje se convierte en un ser tan abyecto que toda esa simpatía inicial se transforma en rechazo. Aún así, sigue siendo una figura fascinante y extrañamente magnética.

Aunque me encanta la justa dosis de ironía que Mendoza usa con frecuencia en sus novelas (una «marca de la casa», se podría decir), confieso que La ciudad de los prodigios se me hizo en algunos pasajes un poco larga. El autor inserta noticias y recortes de prensa de la época, se detiene en largas descripciones y se pierde en digresiones que, si bien refuerzan el contexto histórico de la novela, resultan un tanto tediosas.
Lo mejor: la pléyade de personajes secundarios que pueblan la biografía de Bouvila, casi tan grandiosos como el propio protagonista: Efrén Castells, Odón Mostaza, don Braulio, Delfina – Honesta Labroux… Todos ellos, con su personalidad y circunstancias, enriquecen la lectura de esta maravillosa novela que, a pesar de lo dicho antes, merece la pena leer.
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